sábado, 20 de abril de 2019

El Cristo de Hispanoamérica I


C
iertamente, el Cristo llegó a nosotros vía España: la España que dotada de un sentido de misión, de una mística muy propia del espíritu íbero, realizó la conquista y colonización de gran parte del Nuevo Mundo. "Por la primera y última vez en la historia del cristianismo", dice Juan Mackay, "la espada y la cruz formaron una alianza ofensiva para llevar el cristianismo, o lo que se consideraba como tal, a tierras extrañas".


Al frente de la empresa venía el almirante genovés don Cristóbal Colón, quien ufanándose de la etimología de su nombre Cristóforo se consideraba un verdadero "portador de Cristo". ¿De cuál Cristo? preguntamos. Ningún otro sino el de las austeras vestimentas medievales, el de los rígidos y fríos escolásticos, el Cristo del pueblo español, el cual en la actualidad la mayoría rinde adoración, o sea el Cristo carne (Jesús de Nazareth). 

Muy extraño debe haberles parecido a los aborígenes americanos este Cristo de sus conquistadores: el dios blanco que muere por toda la humanidad, establece una religión cuyo jefe máximo está en Roma, y cuenta entre sus seguidores al rey hispano, quien envía un grupo de sus aguerridos súbditos a descubrir y sojuzgar tierras misteriosas y lejanas al otro lado del mar. En nombre de Dios y del rey estos castellanos, rubios como el sol y cabalgando briosos corceles, matan indios a diestra y siniestra, les despojan de sus tierras, les violan a sus mujeres, y convierten a todos, los que sobreviven la matanza, en esclavos del papa y del gran imperio español, “En muchos casos”, "el espíritu de la espada fue más fuerte y poderoso que el espíritu de la cruz. Para muchos Cristo no era un Salvador que había dado su vida por ellos sino un tirano celestial que destruía las vidas para su gloria, por la conquista de dominios y terrenos.

Con excepción de la obra caritativa de algunos frailes misioneros, como la del célebre protector de los indios Fray Bartolomé de las Casas, muy poco hicieron los colonizadores en el terreno económico y social para borrar la impresión negativa que los aborígenes habían recibido en su primer encuentro con el Cristo en cuyo nombre lo habían perdido todo, inclusive la libertad. Los seguidores y defensores de este Cristo seguían oprimiéndolos y degradándolos, y la nueva raza que surgió de la unión de dos sangres no corrió mejor suerte que la sufrida por los autóctonos americanos.

No era éste el Cristo que anunciaban con notas de oro los clarines de la Reforma religiosa del siglo XVI. Esta se quedaría atrás, allá en España, combatida tenazmente por Ignacio de Loyola, aplastada por Carlos V y Felipe II, consumida en las llamas implacables de los autos de fe. Mientras otros países europeos se sacudían la modorra de siglos en el despertar convulsivo de la Reforma , España seguía quieta, inerte, sin experimentar en su religión los dolores de parto de una nueva era.

“El otro Cristo español”, que llegaron a cantar en poemas incomparables los grandes místicos de España, corno Juan de la Cruz y Fray Luis de Granada, fue lento en su peregrinar al nuevo continente. Si tuvo seguidores aquí desde el principio de la colonia, su influencia no fue lo suficientemente poderosa como para anular del todo la del Cristo de las tradiciones. Con todo, mucho empeño pusieron los misioneros para hacer aceptable su Cristo a la mentalidad de la raza oprimida; y en su afán de adaptarse a la cultura indiana no pudieran evitar el sincretismo religioso. Toleraron y estimularon la mezcla del cristianismo español con las ideas y prácticas de la religión local. Cristo, la virgen y los santos vinieron a aumentar el número de deidades en el panteón americano. Al mismo tiempo muchísimos aborígenes continuaron adorando a sus antiguos dioses en las imágenes traídas por el catolicismo. Detrás de estos santos de blanca tez y ojos azules se alzaba la presencia mágica y poderosa de dioses y diosas regionales que seguían muy campantes haciendo de las suyas en la experiencia religiosa de sus adoradores.

Continuará en la Parte II



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