"El mundo se divide en dos
grupos de naciones: las que quieren expulsar a los judíos y las que no quieren
recibirlos." --- Chaim Weizmann
Pretender divorciar el
descubrimiento de América con la expulsión de los judíos de España, resulta
humana e históricamente un acto voluntario de ceguera. Invidencia que se
manifiesta en la mayoría de los escritores que abordan el tema; desglosando
hasta lo infinito la presencia hispana en América y olvidando de manera
irracional e incomprensible el asunto de la expulsión y sus consecuencias.
Lo uno no puede narrarse sin
tomar como antecedente lo otro. El binomio causa-efecto es indivisible en el
descubrimiento del nuevo continente. ¿Colón hubiese contado con los recursos de
no haberse publicado el edicto? ¿Los hebreos peninsulares (ricos e influyentes)
hubieran apoyado a Colón en cualquier circunstancia? Cierto es que no podemos olvidar -si queremos
ser objetivos- que Colón se vio favorecido en su empresa por la desgracia
acontecida a sus hermanos españoles.
El arrojo del navegante
contagió a varios judíos conversos, quienes encontraron en los sueños de Colón
una manera de olvidar la pesadilla que estaban viviendo en España, y que,
además, de resultar cierta su teoría, podrían ingresar a una nueva etapa de
mejoría económica (tan ausente por aquellas tierras).
No deja de sorprender al
hombre del siglo XX, el arrojo de los marinos que acompañaron a Colón en la
empresa. Navegar hacia lo desconocido, sin ruta definida, ni tiempo conocido de
travesía, debió de ser todo un reto en el que se jugó el todo por una quimera.
Hoy día serían pocas las personas que se atrevieran a realizar el viaje en
idénticas condiciones; con cuanta mayor razón se aprecia la valentía de Colón y
su tripulación.
Ha quedado establecido y
comprobado que entre los marinos y acompañantes de Colón, cuando menos una
media docena era de origen judío, resaltando la figura de Luis de Torres,
intérprete del grupo, de quien escribiera el P. Las Casas: "...que había
vivido, con el adelantado de Murcia y había sido judío y sabía hebraico y
caldeo", de lo que se desprende que Torres era un judío culto.
Otro de los judeo-conversos
que acompañaron a Colón en el primer viaje, fue el médico de la expedición,
conocido como el "Maestro" Berna!. Integraban además el grupo,
Rodrigo de Triana (quien viera tierra americana por primera vez), el cirujano
Marco y Alonso de la Calle, Rodrigo
Sánchez de Segovia y tal vez algunos otros más, llegando a sumar la cantidad de
86 conversos los que acompañaron al almirante en sus cuatro viajes, de los cuales algunos regresaron a la
península sólo a animar a otros judíos a venir a las nuevas tierras de
conquista. Proposición que por supuesto fue aceptada en miles de casos, dado el
hostigamiento de que eran objeto por los compañeros de su nueva religión.
Durante las travesías de
Colón, los conversos tuvieron toda la libertad para viajar al llama-do
"Nuevo Mundo", incluso, en el año de 1509, la llamada
"Composición de Sevilla", autorizaba (entre otras cosas) a los
conversos y penitenciados para viajar y comerciar en Indias."
Tibias e inaplicables leyes
comenzaron a prohibir el viaje de "judíos, moros o conversos" a la
Nueva España y en general a las mal llamadas "Indias". A pesar de
tales prohibiciones judíos y conversos logran llegar al nuevo continente, no
siendo sino hasta el 15 de septiembre de 1522, que el Emperador Carlos V
prohíbe tajantemente en Valladolid, que "...ninguno nuevamente convertido
a Nuestra Santa Fe Católica de Moro o Judío, ni sus hijos puedan pasar a las
Indias sin expresa licencia nuestra". Y no quedó allí el asunto, sino que
señalaba además: "...Hijos de judíos, residen en las Indias, y en cualquier
parte, echen de ellas a los que hallaren, enviándolos a estos Reynos en los
primeros Navíos que vengan, y en ningún caso queden en aquellas
provincias."
Afortunadamente para este
tiempo, miles de familias de conversos habían encontrado un refugio más o menos
seguro en la Nueva España y en algunas islas. Además, la añeja corrupción
española había hecho de las licencias de viaje, como apunta atinadamente
Gojman, una lucrativa profesión para
cierta élite de funcionarios de la corona.
En la medida que los
monarcas endurecían su posición, los precios de los pasaportes (llama-dos
"licencias") para los conversos subían de precio, pero la corriente
migratoria no se detenía, cuando mucho se reducía.
Resulta aberrante que
todavía en septiembre de 1802, el Rey de España por conducto del Supremo
Consejo de la Santa y General Inquisición, ordenara a las autoridades del
"Nuevo Mundo", que "...no se permitiera saltar en tierra a los
judíos, ni internarse en ninguno de los dominios de España."
Claro está que durante este
largo período de tiempo, las cosas para los conversos tomaron caminos
insospechados, lográndose al paso de los siglos una asimilación lenta y
dolorosa. Mientras esto llegaba a ocurrir, el flujo de los conversos a la Nueva
España durante el siglo XVI no se detuvo sino por cortos períodos, y aun así no
en forma total (como ya lo mencionamos).
Ciertas ciudades durante el
siglo XVI, fueron en especial refugio para los "cristianos nue-vos",
en un continente donde la "pureza de sangre" no tenía una obsesiva
prioridad tal y como se le concedía en España. A no ser que se tratara de
peninsulares vascos, quienes tenían dificultades con todos los demás hispanos,
ya no se diga con los conversos.
Los vascos, según escribe
Jonathan I. Israel, se ufanaban de su "limpieza de sangre",
sosteniendo incluso que por sus venas no corría sangre romana, visigoda, mora o
judía. Actitud que irritaba a los demás españoles sobre todo como menciona este
autor "a los del sur de la península, los cuales, a pesar de tener la piel
más oscura y la sangre muy mezclada con sangre extraña, y sobre todo latina y
semítica, daban un extraordinario valor a la sangre «pura» y a la nobleza que
supuestamente ésta confería."
México, Puebla, Oaxaca,
Pachuca, Acapulco, Guadalajara, Mérida, Zacatecas, Sombrerete, Orizaba,
Veracruz y Campeche, fueron las principales ciudades donde los conversos
radicaron al principio, sintiendo tal libertad, que muy pronto formaron sus
comunidades, las cuales aunque se mantuvieron en el secreto, su excesiva
confianza atrajo sobre ellos -demasiado rápido- las garras inquisitoriales.
Tal es el caso de Gonzalo de
Morales y Hernando Alonso, de quienes se ha llegado a considerar como los
primeros hebreos que pisaron suelo mexicano. Para su mala suerte, también
fueron los primeros en ser procesados (pertenecían a las huestes de Cortes y
llegaron a la Nueva España en 1521). Estos conversos tuvieron la desgracia de
ser denunciados bajo el cargo de "judaizantes" ante el inquisidor
dominico, Fray Vicente de Santa María, quien sin miramientos endereza un
proceso sumario contra estos infelices, muriendo consumidos por las llamas en Santiago Tlatelolco. Sus insignias de
penitenciados son colgadas en la iglesia mayor de la capital, como una muestra
más del intolerante orgullo español, incapaz de reconocer su barbarie e
ignorancia bíblica.
Uno de los testigos de semejante
atrocidad, el señor Pedro Vázquez de Vergara, manifestó ante el Inquisidor
Bonilla: “...Que a Hernando Alonso le quemaron porque tenía una ceremonia de
judíos, prohibiendo a Isabel de Aguilar, su mujer, que no fuese á la iglesia
estando en su regla, por guarda de la ley de Moisés."
Cierto o falso el cargo, la
verdad es que aquel absurdo no era causa ni siquiera para ser considerada falta
administrativa, mucho menos para merecer la hoguera.
Infortunadamente el
fanatismo había entenebrecido las conciencias y el sano juicio de gobernantes y
religiosos hispanos. El aquelarre religioso -para desgracia de judíos y
protestan-tes- no sólo continuaría, sino que estaría presente en las tierras
conquistadas hasta bien avanzado el siglo XIX; conservándose incluso hoy en día
en algunas zonas de México. ¡La herencia de la intolerancia transmitida (tal
vez, genéticamente) para desdicha y ruina espiritual de sus descendientes!
Por si faltara gravedad al
asunto, poco tiempo después de la muerte de Hernando Alonso y Gonzalo de
Morales, arriba a la Nueva España el "primer obispo y arzobispo" de
México, el polémico Fray Juan de Zumárraga, quien además de ostentar tales
nombramientos, desempeñó el cargo de "Inquisidor Apostólico" de 1536
a 1543. Año en que es reemplazado por Francisco Tello de Sandoval a
consecuencia de una imprudencia política, ya que siendo tanto su celo y
fanatismo religioso, en uno de tantos arrebatos ordena la quema de don Carlos,
cacique de Texcoco. Acción que la corona
española desaprueba condenándole con la pérdida del cargo inquisitorial, debido
a que su acción amenazó inútilmente la estabilidad política de la colonia.
En su momento, ya nos
ocuparemos de la sangrienta figura de Zumárraga, mientras tanto, hemos de
establecer el hecho de que a pesar de la persecución, la comunidad conversa
continuaba creciendo. Está comprobado que para el año de 1550, la estirpe
hebraica en México superaba el 25 por ciento de la población peninsular (radicada
en la capital del virreinato), contando incluso con una comunidad bien formada
bajo la dirección de un Gran Rabino.
Al respecto Alicia Gojman
cita la obra, Los judíos a través de los siglos, cuyo autor afirma que la
población conversa en la ciudad de México durante el siglo XVI, se integraba
por unas 300 personas.
Volviendo a la colonia, y a
pesar del continuo crecimiento de las comunidades en la Nueva España; muy lejos
estaban de considerar aquellos cripto-judíos, cuan penosa jornada les esperaba
en estas tierras. Habían abandonado su amada Sefarad buscando un refugio que
les librara de la persecución. Habían dejado atrás; enterrado en suelo ibérico,
sus seres más queridos, sus raíces. Decenas de generaciones aguardando en
sepulcros hispanos el tan prometido y ansiado reino del Mesías y su retorno a
Eretz Israel, ignorando intencionalmente (casi de manera ingenua), que el virus
antisemita les había acompañado en su travesía hacia América; quizá aquellos
con los que convivieron durante el viaje serían sus delatores, o los futuros
padres de sus acusadores.
Además, las condiciones para
que las comunidades pudieran realmente florecer no eran pro-picias. No era el
caso de Italia o algunos otros países, que si bien les marginaron en el gueto,
o les obligaron al humillante distintivo étnico; por otro lado les concedían la
libertad de practicar su judaísmo; cuestión que terminantemente les era
prohibido en la Nueva España ¡a pesar de ello...!