jueves, 15 de agosto de 2019

Amar a un ser humano



Amar a un ser humano es aceptar la oportunidad de conocerlo verdaderamente y disfrutar de la aventura de explorar y descubrir lo que guarda más allá de sus máscaras y sus defensas; contemplar con ternura sus más profundos sentimientos, sus temores, sus carencias, sus esperanzas y alegrías, su dolor y sus anhelos; es comprender que detrás de su careta y su coraza, se encuentra un corazón sensible y solitario, hambriento de una mano amiga, sediento de una sonrisa sincera en la que pueda sentirse en casa; es reconocer, con respetuosa compasión, que la desarmonía y el caos en los que a veces vive son el producto de su ignorancia y su inconsciencia, y darte cuenta de que si genera desdichas es porque aún no ha aprendido a sembrar alegrías, y en ocasiones se siente tan vacío y carente de sentido, que no puede confiar ni en si mismo; es descubrir y honrar, por encima de cualquier apariencia, su verdadera identidad, y apreciar honestamente su infinita grandeza como una expresión única e irrepetible de la vida.

Amar a un ser humano es ser suficientemente humilde como para recibir su ternura y su cariño sin representar el papel del que nada necesita; es aceptar con gusto lo que te brinda sin exigir que te dé lo que no puede o no desea; es agradecerle a la Vida el prodigio de su existencia y sentir en su presencia una auténtica bendición en tu sendero; es disfrutar de la experiencia sabiendo que cada día es una aventura incierta y el mañana, una incógnita perenne; es vivir cada instante como si fuese el último que puedes compartir con el otro, de tal manera que cada reencuentro sea tan intenso y tan profundo como si fuese la primera vez que lo tomas de la mano, haciendo que lo cotidiano sea siempre una creación distinta y milagrosa.

Amar a un ser humano es también atreverte a establecer tus propios límites y mantenerlos firmemente; es respetarte a ti mismo y no permitir que el otro transgreda aquello que consideras tus derechos personales; es tener tanta confianza en ti mismo y en el otro, que sin temor a que la relación se perjudique, te sientas en libertad de expresar tu enojo sin ofender al ser querido, y puedas manifestar lo que te molesta e incomoda sin intentar herirlo o lastimarlo. Es reconocer y respetar sus limitaciones y verlo con aprecio sin idealizarlo; es compartir y disfrutar de los acuerdos y aceptar los desacuerdos, y si llegase un día en el que evidentemente los caminos divergieran sin remedio, amar es ser capaz de despedirte en paz y en armonía, de tal manera que ambos se recuerden con gratitud por los tesoros compartidos.

Amar a un ser humano es ir más allá de su individualidad como persona; es percibirlo y valorarlo como una muestra de la humanidad entera, como una expresión del Hombre, como una manifestación palpable de esa esencia trascendente e intangible llamada "ser humano", de la cual tú formas parte; es reconocer, a través de él, el milagro indescriptible de la naturaleza humana, que es tu propia naturaleza, con toda su grandeza y sus limitaciones; apreciar tanto las facetas luminosas y radiantes de la humanidad, como sus lados obscuros y sombríos; amar a un ser humano, en realidad, es amar al ser humano en su totalidad; es amar la auténtica naturaleza humana, tal como es, y por tanto, amar a un ser humano es amarte a tí mismo y sentirte orgulloso de ser una nota en la sinfonía de este mundo.

Compilado







Los primeros judíos en México


"El mundo se divide en dos grupos de naciones: las que quieren expulsar a los judíos y las que no quieren recibirlos." --- Chaim Weizmann

Pretender divorciar el descubrimiento de América con la expulsión de los judíos de España, resulta humana e históricamente un acto voluntario de ceguera. Invidencia que se manifiesta en la mayoría de los escritores que abordan el tema; desglosando hasta lo infinito la presencia hispana en América y olvidando de manera irracional e incomprensible el asunto de la expulsión y sus consecuencias.

Lo uno no puede narrarse sin tomar como antecedente lo otro. El binomio causa-efecto es indivisible en el descubrimiento del nuevo continente. ¿Colón hubiese contado con los recursos de no haberse publicado el edicto? ¿Los hebreos peninsulares (ricos e influyentes) hubieran apoyado a Colón en cualquier circunstancia?  Cierto es que no podemos olvidar -si queremos ser objetivos- que Colón se vio favorecido en su empresa por la desgracia acontecida a sus hermanos españoles.

El arrojo del navegante contagió a varios judíos conversos, quienes encontraron en los sueños de Colón una manera de olvidar la pesadilla que estaban viviendo en España, y que, además, de resultar cierta su teoría, podrían ingresar a una nueva etapa de mejoría económica (tan ausente por aquellas tierras).

No deja de sorprender al hombre del siglo XX, el arrojo de los marinos que acompañaron a Colón en la empresa. Navegar hacia lo desconocido, sin ruta definida, ni tiempo conocido de travesía, debió de ser todo un reto en el que se jugó el todo por una quimera. Hoy día serían pocas las personas que se atrevieran a realizar el viaje en idénticas condiciones; con cuanta mayor razón se aprecia la valentía de Colón y su tripulación.

Ha quedado establecido y comprobado que entre los marinos y acompañantes de Colón, cuando menos una media docena era de origen judío, resaltando la figura de Luis de Torres, intérprete del grupo, de quien escribiera el P. Las Casas: "...que había vivido, con el adelantado de Murcia y había sido judío y sabía hebraico y caldeo", de lo que se desprende que Torres era un judío culto.

Otro de los judeo-conversos que acompañaron a Colón en el primer viaje, fue el médico de la expedición, conocido como el "Maestro" Berna!. Integraban además el grupo, Rodrigo de Triana (quien viera tierra americana por primera vez), el cirujano Marco y Alonso de la Calle,  Rodrigo Sánchez de Segovia y tal vez algunos otros más, llegando a sumar la cantidad de 86 conversos los que acompañaron al almirante en sus cuatro viajes,  de los cuales algunos regresaron a la península sólo a animar a otros judíos a venir a las nuevas tierras de conquista. Proposición que por supuesto fue aceptada en miles de casos, dado el hostigamiento de que eran objeto por los compañeros de su nueva religión.

Durante las travesías de Colón, los conversos tuvieron toda la libertad para viajar al llama-do "Nuevo Mundo", incluso, en el año de 1509, la llamada "Composición de Sevilla", autorizaba (entre otras cosas) a los conversos y penitenciados para viajar y comerciar en Indias."

Tibias e inaplicables leyes comenzaron a prohibir el viaje de "judíos, moros o conversos" a la Nueva España y en general a las mal llamadas "Indias". A pesar de tales prohibiciones judíos y conversos logran llegar al nuevo continente, no siendo sino hasta el 15 de septiembre de 1522, que el Emperador Carlos V prohíbe tajantemente en Valladolid, que "...ninguno nuevamente convertido a Nuestra Santa Fe Católica de Moro o Judío, ni sus hijos puedan pasar a las Indias sin expresa licencia nuestra". Y no quedó allí el asunto, sino que señalaba además: "...Hijos de judíos, residen en las Indias, y en cualquier parte, echen de ellas a los que hallaren, enviándolos a estos Reynos en los primeros Navíos que vengan, y en ningún caso queden en aquellas provincias."

Afortunadamente para este tiempo, miles de familias de conversos habían encontrado un refugio más o menos seguro en la Nueva España y en algunas islas. Además, la añeja corrupción española había hecho de las licencias de viaje, como apunta atinadamente Gojman,  una lucrativa profesión para cierta élite de funcionarios de la corona.
En la medida que los monarcas endurecían su posición, los precios de los pasaportes (llama-dos "licencias") para los conversos subían de precio, pero la corriente migratoria no se detenía, cuando mucho se reducía.

Resulta aberrante que todavía en septiembre de 1802, el Rey de España por conducto del Supremo Consejo de la Santa y General Inquisición, ordenara a las autoridades del "Nuevo Mundo", que "...no se permitiera saltar en tierra a los judíos, ni internarse en ninguno de los dominios de España."

Claro está que durante este largo período de tiempo, las cosas para los conversos tomaron caminos insospechados, lográndose al paso de los siglos una asimilación lenta y dolorosa. Mientras esto llegaba a ocurrir, el flujo de los conversos a la Nueva España durante el siglo XVI no se detuvo sino por cortos períodos, y aun así no en forma total (como ya lo mencionamos).

Ciertas ciudades durante el siglo XVI, fueron en especial refugio para los "cristianos nue-vos", en un continente donde la "pureza de sangre" no tenía una obsesiva prioridad tal y como se le concedía en España. A no ser que se tratara de peninsulares vascos, quienes tenían dificultades con todos los demás hispanos, ya no se diga con los conversos.

Los vascos, según escribe Jonathan I. Israel, se ufanaban de su "limpieza de sangre", sosteniendo incluso que por sus venas no corría sangre romana, visigoda, mora o judía. Actitud que irritaba a los demás españoles sobre todo como menciona este autor "a los del sur de la península, los cuales, a pesar de tener la piel más oscura y la sangre muy mezclada con sangre extraña, y sobre todo latina y semítica, daban un extraordinario valor a la sangre «pura» y a la nobleza que supuestamente ésta confería."

México, Puebla, Oaxaca, Pachuca, Acapulco, Guadalajara, Mérida, Zacatecas, Sombrerete, Orizaba, Veracruz y Campeche, fueron las principales ciudades donde los conversos radicaron al principio, sintiendo tal libertad, que muy pronto formaron sus comunidades, las cuales aunque se mantuvieron en el secreto, su excesiva confianza atrajo sobre ellos -demasiado rápido- las garras inquisitoriales.

Tal es el caso de Gonzalo de Morales y Hernando Alonso, de quienes se ha llegado a considerar como los primeros hebreos que pisaron suelo mexicano. Para su mala suerte, también fueron los primeros en ser procesados (pertenecían a las huestes de Cortes y llegaron a la Nueva España en 1521). Estos conversos tuvieron la desgracia de ser denunciados bajo el cargo de "judaizantes" ante el inquisidor dominico, Fray Vicente de Santa María, quien sin miramientos endereza un proceso sumario contra estos infelices, muriendo consumidos por las llamas  en Santiago Tlatelolco. Sus insignias de penitenciados son colgadas en la iglesia mayor de la capital, como una muestra más del intolerante orgullo español, incapaz de reconocer su barbarie e ignorancia bíblica.

Uno de los testigos de semejante atrocidad, el señor Pedro Vázquez de Vergara, manifestó ante el Inquisidor Bonilla: “...Que a Hernando Alonso le quemaron porque tenía una ceremonia de judíos, prohibiendo a Isabel de Aguilar, su mujer, que no fuese á la iglesia estando en su regla, por guarda de la ley de Moisés."

Cierto o falso el cargo, la verdad es que aquel absurdo no era causa ni siquiera para ser considerada falta administrativa, mucho menos para merecer la hoguera.

Infortunadamente el fanatismo había entenebrecido las conciencias y el sano juicio de gobernantes y religiosos hispanos. El aquelarre religioso -para desgracia de judíos y protestan-tes- no sólo continuaría, sino que estaría presente en las tierras conquistadas hasta bien avanzado el siglo XIX; conservándose incluso hoy en día en algunas zonas de México. ¡La herencia de la intolerancia transmitida (tal vez, genéticamente) para desdicha y ruina espiritual de sus descendientes!

Por si faltara gravedad al asunto, poco tiempo después de la muerte de Hernando Alonso y Gonzalo de Morales, arriba a la Nueva España el "primer obispo y arzobispo" de México, el polémico Fray Juan de Zumárraga, quien además de ostentar tales nombramientos, desempeñó el cargo de "Inquisidor Apostólico" de 1536 a 1543. Año en que es reemplazado por Francisco Tello de Sandoval a consecuencia de una imprudencia política, ya que siendo tanto su celo y fanatismo religioso, en uno de tantos arrebatos ordena la quema de don Carlos, cacique de Texcoco.  Acción que la corona española desaprueba condenándole con la pérdida del cargo inquisitorial, debido a que su acción amenazó inútilmente la estabilidad política de la colonia.

En su momento, ya nos ocuparemos de la sangrienta figura de Zumárraga, mientras tanto, hemos de establecer el hecho de que a pesar de la persecución, la comunidad conversa continuaba creciendo. Está comprobado que para el año de 1550, la estirpe hebraica en México superaba el 25 por ciento de la población peninsular (radicada en la capital del virreinato), contando incluso con una comunidad bien formada bajo la dirección de un Gran Rabino.

Al respecto Alicia Gojman cita la obra, Los judíos a través de los siglos, cuyo autor afirma que la población conversa en la ciudad de México durante el siglo XVI, se integraba por unas 300 personas.

Volviendo a la colonia, y a pesar del continuo crecimiento de las comunidades en la Nueva España; muy lejos estaban de considerar aquellos cripto-judíos, cuan penosa jornada les esperaba en estas tierras. Habían abandonado su amada Sefarad buscando un refugio que les librara de la persecución. Habían dejado atrás; enterrado en suelo ibérico, sus seres más queridos, sus raíces. Decenas de generaciones aguardando en sepulcros hispanos el tan prometido y ansiado reino del Mesías y su retorno a Eretz Israel, ignorando intencionalmente (casi de manera ingenua), que el virus antisemita les había acompañado en su travesía hacia América; quizá aquellos con los que convivieron durante el viaje serían sus delatores, o los futuros padres de sus acusadores.

Además, las condiciones para que las comunidades pudieran realmente florecer no eran pro-picias. No era el caso de Italia o algunos otros países, que si bien les marginaron en el gueto, o les obligaron al humillante distintivo étnico; por otro lado les concedían la libertad de practicar su judaísmo; cuestión que terminantemente les era prohibido en la Nueva España ¡a pesar de ello...!

Compilado